Con algunas dificultades llegamos a Génova al día siguiente, luego de estar bloqueados seis horas en una estación de trenes por arreglos en las vías. Las estrechas callecitas en medio de los altos edificios le conferían a la ciudad una onda antigua y particular. La iglesia más famosa no era tan espectacular, pero me encantaron sus también famosos leones esculpidos en mármol. Siempre me han gustado los leones, no sé por qué.
El puerto tenía esa mezcla de lo antiguo y lo nuevo, con una réplica de la carabela de Colón que ya nadie pesca por un lado, y la réplica de un galeón que Roman Polansky mandó hacer para una película hace varios años y que, flanqueando la entrada del moderno acuario de la ciudad, se estaba empezando a caer en pedazos. Hay ciudades más bonitas e interesantes en la zona, pero me dolía la espalda y andar con las cosas a cuestas no era ningún chiste así es que decidimos reducir nuestra estadía en la ribera de Liguria.
Acorto el cuento. Luego de una par de peripecias nos las arreglamos para llegar a Basilea donde Algirdas, uno de mis grandes amigos, nos esperaba con su extraordinaria hospitalidad. La ciudad, atravesada por el Rhin y sus grandes barcos de crucero, resultó ser muy organizada, limpia y agradable de recorrer.